"Ama a tu prójimo como a ti mismo" del Metropólita Georges (Khodr)

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Monseñor Georges (Khodr) de Monte Líbano

(1) Este mandamiento, atribuido a Jesús de Nazaret, estaba ya presente en el Antiguo Testamento, pero limitando su aplicación a los miembros de un mismo pueblo: “No te vengarás ni guardarás rencor contra los hijos de tu pueblo. Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Levítico, 19 18). El Nuevo Testamento extiende su aplicación, haciendo de toda persona un sujeto de amor. La forma en que este mandamiento es expresado allí de modo imperativo: (Ama, Tú amarás), clarifica que el amor es un orden divino y no solamente un simple movimiento afectivo. En efecto, amando, el corazón bien puede experimentar tal sentimiento o bien abstenerse. El amor es pues objeto de una ley cuyo significado se resume en que hay que amar al prójimo como a sí mismo.

La idea subyacente en el Antiguo Testamento es que existe un vínculo entre los poseedores de la Ley. Ellos pertenecen todos al pueblo de los justos. Son considerados unidos por el vínculo de la santificación. En este contexto, amar, es consolidar la entidad divino humana del pueblo judío.

Cristo no nos hace pertenecer a un pueblo en particular. Amando, constituimos el pueblo de los amados. Por esta razón Jesús propuso la parábola del Buen Samaritano en respuesta al doctor de la Ley que le preguntaba: “¿Quién es mi prójimo?”. A esta cuestión el Señor, mediando la parábola, respondió: “¿Quién de estos tres te parece que fue prójimo del que cayó en manos de los salteadores?”. Habiendo respondido el doctor de la Ley: “El que tuvo misericordia de él”, Jesús le replica: “Vete y haz tú lo mismo”. Quiso decir que todo hombre se nos aparece como extraño mientras no tenemos en consideración sus dolores y su soledad. No nos pide, por consiguiente, tener simplemente lástima. La lástima es el resultado de un sentimiento espontáneo. Quiere decirnos que amar es ayudar. Para Él, es por el amor activo que se constituye el pueblo de los amados.

¿Por qué la Ley prescribió amar?. La Ley no deja actuar a nadie a su antojo. Ella no entiende del amor en tanto pasión. El hombre puede abrigar pasiones para o contra sus semejantes como, igualmente, puede no abrigarlas. El sujeto de su animosidad puede morir, del mismo modo que le llega puede perecer. Si muere en estado de rencor, muere separado de los otros. El lazo que lo unía a ellos en el seno del pueblo santo está deshecho. Si excluimos a alguien del amor, nos excluimos a nosotros de él igualmente. Excluimos también a Dios que ilumina nuestra unidad existencial. Así, ha sido dicho: “Amad a vuestros enemigos”. Amar al enemigo es desembarazarse de todo espíritu de enemistad. Es ayudar al enemigo a desembarazarse de la misma igualmente y, en todo caso, ayudarle a liberarse de la exclusión.

Si el amor supone un código de conducta y de vida entre los seres humanos, se sigue que no es debido a las cualidades de una persona que nosotros debemos amarla. Ella puede suscitarnos rechazo en todos los sentidos del término. En efecto, no les es dado a todos y cada uno el don de destacar por un matiz divino. Puede no estar dotada de una cortesía exquisita. Puede que no haya sido tocada por un ápice de la civilización. Hay, por lo tanto, que amarla tal como ella es para nacer de nuevo. No amamos a alguien porque lo merece o porque nos corresponde. Su alma puede ser avara, árida y desprovista de toda benevolencia. Todo ello no debe frenarnos, porque debemos de vivir de la Gracia descendida de lo alto. Debe sernos suficiente. Ella transforma nuestros desiertos en paraísos. Cuando Dios nos es suficiente, vivimos en la plenitud de nuestro ser. Podemos ser tentados por esta o aquella otra moda humana. Estas modas pueden suscitar nuestro ardor o incluso, a veces, reflejar luces divinas. Sea lo que sea, debemos de permanecer en el desierto del amor, según la expresión de Mauriac y vivir allí en toda plenitud, en la medida en que somos conscientes de ser los amados de Dios.

El amor de Dios nos salva. Debemos de advertir que este amor nos envuelve y no esperar nada del otro. Nos sucede a veces que sentimos que el afecto de alguien hacia nosotros es un reflejo del afecto que Dios nos tiene. Todo el valor del amor afectivo sería permitirnos materializar la paternidad de Dios. Dios puede ser descifrado a través de todo cuanto existe en este mundo. El mundo es un gran libro. ¡Bienaventurados aquellos que alcanzan a deletrear el Nombre de Dios en cada línea de este libro!.

Intentando comprender con una mayor profundidad lo que Jesús nos quiso decir verdaderamente con este mandamiento, nos percatamos de que el prójimo es aquel que es objeto de nuestra compasión y de nuestro servicio llevado hasta sus últimas consecuencias. “Ama a tu prójimo como a ti mismo” no puede pues querer decir otra cosa que: “Ama a tu prójimo más que a ti mismo”. Sería fútil decir, por ejemplo: “Da de comer a tu prójimo en tanto tú comas igualmente”, porque la situación del otro puede demandar a veces que arrebates el alimento de tu propia boca para dárselo a él y que te despojes de tus ropas para vestirle mejor. Aquí, la medida cuantitativa entre tu alimento y el suyo o entre vuestras ropas respectivas implica que no lo amas verdaderamente hasta el debido extremo. Significa que no quieres hacer economía de ningún medio para asegurar mejor tu propia vida y que no quieres ofrecer a los demás más que el excedente. Un cálculo de este género te confirma en el hecho de existir, mientras que el amor supone a veces la renuncia a tu propia existencia para hacer vivir al otro.

Este mandamiento alcanzó toda su plenitud sólo por Aquél que ha amado a todos los hombres dándose hasta la muerte, por ellos, en la Cruz. Dándose así, Él los ha considerado más importantes que Su propia vida. Por Su ejemplo, nos encontramos justificados para exceder el mandamiento en su significación judía, basada en el amor de los semejantes, y llegar a esta formulación: “Ama a tu prójimo más que a ti mismo”. Practicando el amor de Dios por nosotros, en el Cristo, morimos al mundo o bien hacemos morir al mundo en nosotros. Nos volvemos conscientes de no existir por nosotros mismos. Dejamos de darle importancia a lo que somos. Nosotros creemos firmemente que el Cristo, por Su muerte, nos da la existencia. Nuestro ser, de este modo renovado, se transmuta en otro ser, el del que se regenera y torna a la vida. Debemos amar independientemente de las inclinaciones y de los defectos de aquél al que amamos. Puede ser repulsivo como lo era el rostro de Cristo en la Cruz. No es importante ver la belleza de las personas para amarlas. No los estrechamos sobre nuestro pecho, sino sobre el de Cristo. No es necesario tener vínculos permanentes con aquél que amamos en Cristo. Puede necesitarnos hoy y bastarse a sí mismo mañana. Podemos haberle ayudado mucho o incluso haberlo sostenido largo tiempo. Que no falte por nuestra parte, debemos estar siempre dispuestos a orientar nuestra mirada hacia el otro necesitado de compasión. El rostro del otro deviene de este modo para nosotros el de Cristo. Es manifiesto que diciendo: “Tuve hambre y vosotros me disteis de comer”, Jesús hablaba del hambre de los necesitados y no de su propia hambre. Por el hecho de que somos servidores, debemos siempre estar atentos a las necesidades de aquellos a los que servimos: siempre presentes, prontos para consolar y para reconfortar, prestos a saciar, dispuestos a aconsejar. Tan pronto como una necesidad se nos haga presente, debemos hacernos próximos y darnos.

Sucede que aquel al que ayudamos tocado por nuestra atención, nos lo devuelve en afecto y haciéndonos un lugar en su corazón. Deberemos pues estar vigilantes. El riesgo de tal afección es el de atribuirnos una cierta importancia por nuestros dones. Ello no debería de tener ningún espacio en nosotros. Debemos velar por no ser nada a nuestros propios ojos. Amamos al otro únicamente para que comprenda que es amado por Dios. Si nos corresponde por ello con su afecto, recibimos lo que es debido. No hay nada de malo en ello, más no es lo verdaderamente importante. La única importancia de un tal derramamiento afectivo es la de encaminar a los unos y a los otros a la trascendencia y, por consiguiente, a acercarlos a Dios.

En realidad, nos ofrecemos al Cristo, pues Él habita en el otro, particularmente en aquello en lo que está necesitado. El Cristo es el pobre por excelencia, el absolutamente pobre. Él no recibió de la humanidad más que una negativa. Somos, pues, con Él y en Él, los que sufren. El amante y el amado son unificados en la unicidad del Cristo que, por medio de Su sangre, difundió el don brotado, desde toda la eternidad, del corazón de Dios. El que permanece en Dios es el único que nos hace habitar en Él. Si nos contentamos con habitar en el otro, seremos vecinos a la vez de sus virtudes y de sus vilezas. Debemos pues contentarnos con poco y quedarnos con nuestra hambre. Es verdad que el afecto se alimenta de afecto. Es incluso posible encontrar ahí un rastro divino. Mas, el discernimiento humano vuelto hacia Dios y liberado de sí mismo sacrifica el yo y, consecuentemente, Dios se muestra a los otros. Lo importante es transmitir a Dios y nuestra fe en Él. No niego la legitimidad de un movimiento de afectividad, ni la alegría encontrada en el encuentro de dos corazones. Es una recompensa que nos es justamente dada. No debemos sin embargo atarnos a aquel al que ayudamos, porque nuestro objetivo es hacer girar su mirada hacia la del Señor para que así pueda dar gracias y acceda a la vida.


Georges de Monte Líbano (2)


(1) El presente artículo -traducido aquí desde el francés- fue publicado en el SOP (Servicio Ortodoxo de Prensa).

(2) El metropolitano Georges (Khodr) es obispo de la diócesis de Monte Líbano (Patriarcado de Antioquía). Es autor de numerosos libros y artículos, abordando particularmente temáticas de la pastoral y de la espiritualidad ortodoxas, el ecumenismo y el diálogo islamo-cristiano. Su última obra apareció en Editions du Cerf / La Sel de la Terre, bajo el título L´appel de l´Esprit. L´Eglise et le monde. El artículo fue publicado inicialmente por el prestigioso diario libanés "An-Nahar" (19/11/2005) y traducido por el SOP al francés directamente desde el árabe.